Por Inés María Schwalbe desde España. Miércoles 20 de julio, 2016.
Anoche cayó sobre Madrid una lluvia de sangre. Palabras alarmantes que pretenden definir la lenta caída de barro rojo que no es más que arena del Sáhara arrastrada por el viento que, según me cuentan, ha llegado a calentar hasta las frías tierras inglesas.
La arena del Sáhara cobijó mi sueño y al escribirlo ahora despierta, siento la emoción de mis ojos que vieron por la ventana los capós de los autos cubiertos de partículas viajeras venidas a mi encuentro por primera vez.
Recuerdo la época en que las calles de Quito amanecían cubiertas de la ceniza de los volcanes con los que convivía y agradezco a la vida por tanta vivencia benévola.
Este es mi primer verano en Madrid y el calor que mi mente imaginó insoportable se ha convertido en una experiencia a la que me he entregado feliz con la ayuda de abanicos y ventiladores y con el juego constante del abrir y cerrar celosías buscando el frescor en la penumbra.
Anoche cayó sobre Madrid una lluvia de sangre. Palabras alarmantes que pretenden definir la lenta caída de barro rojo que no es más que arena del Sáhara arrastrada por el viento que, según me cuentan, ha llegado a calentar hasta las frías tierras inglesas.
La arena del Sáhara cobijó mi sueño y al escribirlo ahora despierta, siento la emoción de mis ojos que vieron por la ventana los capós de los autos cubiertos de partículas viajeras venidas a mi encuentro por primera vez.
Recuerdo la época en que las calles de Quito amanecían cubiertas de la ceniza de los volcanes con los que convivía y agradezco a la vida por tanta vivencia benévola.
Este es mi primer verano en Madrid y el calor que mi mente imaginó insoportable se ha convertido en una experiencia a la que me he entregado feliz con la ayuda de abanicos y ventiladores y con el juego constante del abrir y cerrar celosías buscando el frescor en la penumbra.