El sábado 29 de setiembre de 2024, curioseando en Facebook, vi una oferta atractiva de pasajes a las islas Galápagos, para visitarlas, por primera vez, junto a mi esposa, que ya las conoce, pero en viaje para celebrar mi nuevo cumpleaños. Estuve averiguando personalmente en aerolíneas y consultando a amigos en agencias, por lo que, al ver una importante rebaja en precios, inicié el trámite de compra para sorprender a mi señora con la buena noticia.
Luego de acordar la reserva, me pidieron los datos de los pasajeros y enviaron a mi mail el procedimiento de pago de la compra. El mail contenía con links, el arte del banco Pichincha, número de cuenta a depositar y el documento de la titular. Inicié la transferencia correspondiente, y por WhatsApp, de inmediato me informaron que en menos de tres horas recibiría los vouchers de viaje de la aerolínea para volar en octubre y celebrar mi onomástico.
El lunes temprano inicié la aventura burocrática, anacrónica y sin sentido común. Fui a la oficina en Almagro y Pradera. Me atendió un agente policial antes de ingresar al edificio. Al decirle que quería hacer una denuncia por estafa, me informó que debía ir a la Fiscalía de Av. Patria y 9 de Octubre. Minutos después estaba allí. En la oscuridad de la oficina, desde un cubículo vidriado uno de los dos funcionarios visibles me preguntó que deseaba. Le expliqué que quería hacer una denuncia por estafa. A lo que respondió que no era ahí. Salvo que viniera con el detenido. Es la segunda oficina que visito en menos de una hora, le dije. Si “viniera” con el detenido, sí, podría recibir mi denuncia, dijo. Le comenté, irónicamente, que no es mi función andar capturando gente, y si lo “detuviera”, antes lo cagaría a patadas porque me estafó. Me dijo que el delito que denunciaba, debía hacerlo en la fiscalía de Pichincha, cuya dirección está en Juan León Mera y Vicente Roca.
Momentos más tarde, estaba allí. Ya había varias personas y algunos policías. Pregunté sobre mi denuncia y qué debía hacer. Pida número al señor de la ventanilla, me dijo un agente. En informes había un hombre atendiendo a una mujer joven. Pasaban los minutos, y en vez de darle número parecía tener una amable y terapéutica conversación con la mujer. Pasaron los minutos, durante los cuales me acercaba insinuante al funcionario, hasta que finalmente, despidió sonriente a la joven y me preguntó que necesitaba. Recibí el número AS005. Eran 8.42 de la mañana. Y la atención debía comenzar a las 8.00. Seguía llegando gente. Habían llamado al AS001, pero en los cinco cubículos donde atendían, aún no estaban prontos los funcionarios. Al rato, apareció en la pantalla mi número, para el cubículo 2. Fui, dije permiso y saludé, pero el burócrata mal aspectado estaba cautivado por su computadora. Bajé la cabeza y por el agujero del acrílico que nos separaba, le espeté: ¿está de mal humor? Al escucharme, como que reaccionó tomando contacto con la realidad. Respondió contrariado que me había saludado y empezó otro capítulo de mi denuncia.
Mientras aportaba datos claves sobre la estafa, pensaba lo doloroso que debe ser sufrir delitos más graves, como violencia física, violación, ser asaltado, herido, y tener que recordar, revivir, momentos desagradables ante el talante inocuo de un burócrata. ¿No debería haber cierta empatía, como con un paciente en un hospital, que va al médico con la preocupación de sentirse mal y esperar una solución? No. Casi todo el sistema conspira contra las buenas personas. Los delincuentes trabajan todos los días, las veinticuatro horas, mientras las autoridades, lo hacen de lunes a viernes de 8 a 17.
¿Por qué la mayoría de delitos no se denuncian? Claro, si el trato es así, para qué perder tiempo, revivir la frustración e impotencia causada por delincuentes, frente a funcionarios indolentes que parecen disfrutar del mal momento ajeno.
El veterano del cubículo 2, me mostró en su monitor la denuncia que había escrito. Corregí algunos errores, repeticiones y me pidió que dejara copia de mi cédula y otros comprobantes.
En el mismo edificio, al fondo, hay una joven que hace fotocopias por 0,10 centavos. Hice la de mi cédula, y cuando le pedí las otras que tenía en mi celular, dijo que solo hacía de cédulas.
¿Sos funcionaria de la fiscalía? pregunté. Sí, respondió. Me dijo que saliera, fuera a una tienda enfrente de las oficinas, donde podía sacar las copias restantes. Así lo hice, y además ¿a mitad de precio!
En la sala de la fiscalía, en la pantalla donde llaman por número para atender, informan sobre los procedimientos penales y consejos para nosotros las víctimas de la delincuencia. Pero, era evidente, que por la pantalla pasaba la ficción, y todos los presentes vivíamos la realidad.
Pensaba en muchos libros leídos, películas y series de crímenes vistas, donde los mejores expertos del mundo recomiendan que ante cualquier crimen, lo principal en la investigación es la urgencia de comenzar las averiguaciones correspondientes al instante de conocerse el delito. ¡Qué contraste!
Era casi media mañana del lunes soleado y debía ir personalmente al banco Pichincha a completar la denuncia “urgente” del día anterior. Pero esta vez, con copia de mi denuncia ante la Fiscalía. Porque al parecer, no existís como persona para el banco, si no vas con un papel de la fiscalía que lo certifique.
Llegué a las oficinas en la Av. 6 de Diciembre, casi Av. Colón. El guardia me preguntó qué quería hacer y volví a contar lo de la estafa. Saqué un turno de letras y números, no recomendable para los adultos mayores, ya que las letras y números diferentes se mezclan en la pantalla y confunden con los números de los boxes donde atienden. Había tres cubículos. Dos con “atención preferencial”, pero solo dos funcionarios estaban atendiendo.
Pasaban los minutos, conversé con un par de jóvenes sobre los percances de la burocracia, históricamente pública, cada vez más, también privada.
Siguieron pasando los clientes. Un funcionario de acercó a un señor mayor y lo condujo a una computadora donde le gestionó el trámite. Ante la demora, me acerqué a ese empleado y le dije:
No soy discapacitado. Pero si adulto mayor. Hay tres boxes, dos con empleados y, curiosamente, los dos dicen, “atención preferencial”. Me pidió paciencia, y en algunos minutos, uno de los funcionarios me llamó por mi número. Otra vez el versito de la estafa. Con mi cédula, empezó a teclear en su computadora. Luego me dio una hoja en blanco y para mi sorpresa me pidió que escribiera lo ocurrido. “Voy a demorar un rato”, respondí. Y Agregué, “¿por qué no me pidieron esto ayer, cuando denuncié el hecho por la línea de urgencia?”
Y así fue que comencé escribiendo: Quien suscribe, Hugo Carro Bolletta, cédula… pongo en conocimiento que…
Terminó el trámite con la noticia de que el 8 de octubre, diez días después de la estafa, me acercara con el papel que me dio, a cualquier oficina del banco.
Ecuador se caracteriza por una inseguridad galopante. Los delitos crecen, entre
ellos, los violentos vinculados al narcotráfico y las estafas por internet.
Según expertos en seguridad, la mayoría de los delitos no se denuncian. Y
claro, aquí es rotunda la respuesta de la gente, ¿para qué?
Y para no hacerla más larga, el viernes 4 de octubre, seis días después de la
compra, me llegaron sendos mails, con el clásico estilo burocrático.
El banco Pichincha, en pocas palabras, dice que no puede hacer nada. Y la
fiscalía, ordenando a la policía hacer las averiguaciones, que yo ya hice, y
que informe sobre sus “investigaciones”, con el plazo para la entrega del
informe que será de 27 días contados a partir de la recepción de este oficio.
Es decir, 31 de octubre.
¿Te imaginas dónde pueden estar los estafadores dentro de un mes?